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El trauma de la Polaroid

En los últimos doce meses guardé —en el iPhoto de la Mac— once mil cuatrocientas veinticuatro fotografías. Yo creo que el ochenta y siete por ciento de esas imágenes son una reverenda mierda de fotos, pero las guardo lo mismo. ¿Para qué borrarlas, qué sentido tiene si el espacio sobra, si no cuesta nada mantenerlas? Las guardo, en realidad, porque tengo el trauma de haber tenido una Polaroid en la infancia.

Si mi hija se disfraza, por ejemplo, le saco trescientas fotos. En realidad, mantengo apretado el botón (clic, clic, clic, clic) hasta que se me cansa el dedo. Después miro la serie y, con toda seguridad, alguna buena sale. Si entre trescientas fotos no sale una buena, hay que matarse.

Le saco fotos a todo, y porque sí. Y cada vez que lo hago me acuerdo de la Navidad de 1981, cuando Papá Noel me trajo la Polaroid One Sep 1000. ¡Ah, qué alegría tremenda! La Polaroid fue la primera máquina en donde podías ver la foto un ratito después de sacarla. Nada de llevarla a la casa de revelado y esperar dos o tres semanas, nada de rezar para que no se velara el rollo. La Polaroid era el futuro.

Y, además, no solamente era una máquina de fotos. También era una máquina de ‘pensar la foto’. Había que calcular muchísimo hasta encontrar la oportunidad: sopesar el momento, escoger la luz, dudar sobre la necesidad, elegir la forma y desechar paisajes.

Generaba mucho nerviosismo decidirse a sacar una fotografía, porque el cartucho de las Polaroid solamente venía con diez disparos (diez escasísimas oportunidades) y era más caro que la máquina. En realidad, un cartucho era más caro que casi todas las cosas imaginables.

Por ejemplo: si una cámara Polaroid costaba 200 euros, un cartucho de diez fotos salía 1.100.

La alegría que me causó el regalo de la Polaroid, en mi infancia, fue directamente proporcional a la frustración de ver allí la máquina, arrumbada en el segundo estante de mi habitación, con el cartucho vacío.

Nosotros éramos pobres, pero no mucho: como todo el mundo. Mis padres podían comprarme, digamos, un cartucho por año. Y diez fotos por año era más bien poco. La mayoría de las veces yo iba por la calle con mi cámara moderna al cuello, pero sin la opción de hacer nada con ella, solamente alardear.

Los que tuvimos este trauma en la infancia ahora somos muy agradecidos de las máquinas digitales, de su generosidad. Yo actualmente le saco fotos a todo.

Cuando voy al baño a cagar, por ejemplo, y me sale un sorete con forma interesante (una jota, un zigzag, un signo de interrogación) le saco veinte o treinta fotos. Le saco fotos a una nube que tiene el perfil de mi perro, le saco fotos a la comida, o saco fotos en la oscuridad absoluta, para ver si aparecen fantasmas o auras.

Los que tenemos millones de fotos guardadas (fotos absurdas e inútiles) es porque todavía nos acompaña el ‘trauma Polaroid’, una patología que aúna la pobreza de los ochenta y la primera tecnología mecánica. Porque las primeras Polaroids eran toscas, hacían ruidos molestos, se trababan. Eran como la prehistoria de los robots.

Ahora, cuando dejo el dedo en el botón de mi cámara digital (clic, clic, clic) y saco cientos de fotos por segundo, pienso también que aquellas épocas de pensar la foto tampoco estaban tan mal.

Si hace veinte años una fotografía nos salía bien, era casi un milagro. La guardábamos hasta que se ponía amarilla, la mostrábamos, los demás nos felicitaban.

En ese tiempo tener una buena foto tenía que ver con nuestra paciencia, con nuestra destreza, con nuestra esperanza. Podíamos sentirnos orgullosos de la imagen. Ahora tenemos tantas, tantísimas fotografías digitales, que ni siquiera hay tiempo de verlas a todas.

Yo muchas veces las descargo a la Mac sin verlas. Soy más un coleccionista imbécil que un fotógrafo amateur. Están todas ellas apretujadas en un monitor; jamás recuerdo imprimirlas, da la impresión de que no valieran nada. Tengo tantas fotos que no tengo ninguna.

Hoy no me queda ninguna foto polaroid de aquellos tiempos, porque más tarde descubrimos que se amarilleaban y se percutían hasta quedar inútiles. La Polaroid era una cagada carísima, un placer inmediato que se perdía con el tiempo.

No. No me queda ni una sola foto de aquellas. Solamente me queda el trauma Polaroid, esa necesidad de sacar fotos digitales por que sí y guardarlas, como si de eso dependiera mi vida.

Cuando yo apretaba el botón rojo de la Polaroid One Sep 1000 se escuchaba un ruido y salía por debajo una foto negra. Había que esconderla de la luz y agitarla durante unos segundos. Yo lo hacía con ansiedad, y espiaba la aparición paulatina de la imagen.

El momento en que la foto iba llegando era un milagro irrepetible. Porque era carísimo, porque era una oportunidad de diez, porque sólo había diez oportunidades al año, porque los años eran largos y cuando pasaban, pasaba también la juventud.

Escrito por casciari

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