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Guerra biológica: más antigua de lo que piensas

El uso de armas biológicas en la guerra es casi tan antiguo como la guerra misma. Sabemos que hace más de 2500 años los asirios envenenaban los pozos de agua del enemigo con una toxina producida por el cornezuelo del centeno, y tenemos pruebas de que en muchos asedios se han llegado a arrojar cadáveres humanos dentro de las fortificaciones enemigas para producir epidemias y obligarlos a rendirse. La humanidad siempre ha hecho gala de una frondosa imaginación a la hora de buscar formas de aniquilar al prójimo, y la guerra biológica constituye uno de los más claros ejemplos de esta locura.

Posiblemente la guerra sea tan antigua como la humanidad misma. Mientras que por un lado creemos que es deleznable y que nunca resulta justificable, por otro estamos esperando la menor provocación para poner en marcha los tanques y aviones para defender nuestros intereses. A lo largo de la historia se han usado piedras, palos, balas y bombas de todo tipo y tamaño para machacar al adversario. En las últimas décadas la posibilidad de utilizar como armas bacterias o toxinas se ha convertido en un fantasma que sobrevuela cada conflicto bélico. De hecho, la presunta existencia de estas armas en manos del régimen de Saddam Hussein fue lo que sirvió como excusa al mundo para derrocarlo. Sin embargo, este tipo de armas se han utilizado desde hace siglos, y muchas veces con resultados terriblemente eficaces.

Uno de los casos más antiguos sobre los que existe alguna documentación fiable del uso de armas biológicas data aproximadamente de los años 1500 a 1200 antes de Cristo. Textos hititas de esas fechas detallan como víctimas de la peste fueron conducidas hacia las tierras enemigas, con la evidente intención de contagiar a todos los que pudiesen. Si bien los historiadores no se ponen del todo de acuerdo al respecto, muchos creen que los asirios utilizaban una toxina llamada ergotamina, cuya ingesta puede producir ergotismo, para contaminar los pozos de agua potable de las poblaciones enemigas.

El ergotismo es una dolencia a menudo llamada  “fiebre de San Antonio“, “fuego de San Antonio” o “fuego del infierno“, que comienza con alucinaciones, convulsiones y contracción arterial. Las víctimas comienzan a sentir un frío intenso en las extremidades, que pronto se convierte en una sensación de quemazón. El cuadro desemboca en una  necrosis de los tejidos, la aparición de gangrena e intensos dolores abdominales. Si el afectado no muere, generalmente queda mutilado, a menudo perdiendo todas sus extremidades.

Lejos de ser la única “arma biológica” antigua, la ergotamina era sola una más dentro de un grupo bastante numeroso. En los poemas épicos de Homero sobre la legendaria Guerra de Troya (la Iliada y la Odisea), por ejemplo, se relata cómo los guerreros untaban las puntas de sus lanzas y flechas con venenos de serpientes, para que incluso un roce leve terminase siendo mortal.

Unos 600 años antes de Cristo, durante la Primera Guerra Sagrada en Grecia, los atenienses envenenaron el suministro de agua del pueblo de Crisa, una ciudad cercana a Delfos que estaba siendo asediada. Utilizaron para ello una planta tóxica llamada eléboro (Helleborus foetidus), la misma con la que preparaban un mejunje tóxico para impregnar sus flechas. Todas las partes de esta planta son venenosas, y su ingesta produce desde vómitos hasta delírium tremens, pasando por diarreas violentas y estornudos (lo que se dice, una pésima combinación de síntomas).

Los arqueros escitas, unos 400 años antes de Cristo, también envenenaban sus flechas. No solo utilizaban veneno de serpiente -algo difícil de conseguir en cantidades significativas- sino que además empleaban sangre y heces humanas o de animales, cuyos microorganismos con frecuencia generaban grandes infecciones en las heridas que causaban las flechas.

Durante la Edad Media se pasó de untar flechas con heces a arrojar directamente las heces de las víctimas de la peste bubónica sobre las paredes de los castillos usando catapultas. Y en algunos casos, como durante el asedio de la ciudad de Kaffa, en 1346, directamente se catapultaron los cadáveres de los guerreros muertos de peste, para que contagiasen a los sitiados. De hecho, algunos historiadores aseguran que este evento fue el que finalmente provocó la epidemia de la Peste Negra que causó la muerte de entre 75 y 100 millones de personas.

Por supuesto, y a pesar de que esta práctica era lo suficientemente común como para ser usada hasta el año 1710 (cuando los rusos atacaron a los suecos en la ciudad de Reval), lo cierto es que simplemente arrojar las ropas de los contagiados era igual de efectivo. Quizás no resultaba tan intimidante como una lluvia de cuerpos descompuestos, pero un simple abrigo o frazada infectado podía diseminar la enfermedad por todo un castillo o ciudad.

En América del Norte, por ejemplo, la población indígena comenzó a ser diezmada por las enfermedades provenientes del Viejo Mundo, dado que carecían de los anticuerpos necesarios. Existen al menos dos casos documentados de ataques mediante gérmenes de viruela transportados en frazadas ofrecidas como regalos a los nativos. Estos verdaderos “caballos de troya” fueron, tal como quedó registrado por el comandante de la milicia William Trent en 1763, entregados especialmente “para transmitir la Viruela a los Indios”.

Aún sin la ayuda de la moderna tecnología, mucho antes de disponer de laboratorios súper secretos llenos de malvados científicos que buscan día y noche el arma biológica perfecta, la humanidad se las ha arreglado bastante bien para machacarse usando gérmenes y toxinas, ¿no crees?

El Escuadrón 731 (1932)

Escrito por Ariel Palazzesi

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