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Déficit de Naturaleza

Children are playing on green meadow examining field flowers using magnifying glass

La era de la informática y la comunicación nos otorga muchos beneficios pero tiene su contraparte negativa. Entre las nuevas amenazas está la adicción a Internet y el síndrome de déficit de naturaleza que puede estar afectando el futuro de muchos niños.

Fue Richard Louv, periodista y prolífico autor, el que inventó el término y lo hizo popular a través de su libro «El último chico en el bosque». La denominación “déficit de naturaleza” busca retratar una carencia de peso en la infancia del siglo XXI que casi no necesita explicación. Todas las personas mayores en la actualidad saben destacar las diferencias entre sus aventuras infantiles y los juegos que hoy atraen a los niños. Todos los adultos sabemos lo que es embarrarse y trepar un árbol (y la gran mayoría lo evoca con una nostalgia añorante), algo que los niños de hoy en día miran con reticencia.

Y somos varios los que nos preguntamos con frecuencia si no es insalubre que la generación más joven no estimule su imaginación en espacios abiertos. Louv decidió indagar en esto cuando investigaba para su libro “El futuro de la infancia” y descubrió que la falta de contacto con la naturaleza tiene efectos físicos y psicológicos en las personas.

«El último chico en el bosque», por Richard Louv

Los niños pasan demasiado tiempo encerrados. Van de la casa a la escuela, a centros de actividades y a casa otra vez. Entienden más que sus mayores de tecnología y muestran mayor facilidad para adaptarse al cambio. En muchas cosas parecen ser más “avispados” de lo que éramos nosotros a su edad o hasta, quizás, más inteligentes. Sin embargo, esta “madurez” prematura les está jugando en contra. Cada vez son más comunes el síndrome de déficit de atención y la obesidad infantil y hay otros efectos como el estrés o la depresión que pueden estar ligados con la falta de naturaleza en sus vidas. Cuando un niño se golpea o corta en la actualidad, los padres se alborotan; en seguida van al médico y lo llenan de remedios, vendas y cuidados.

No es que esté mal cuidar a nuestros hijos, pero estamos ejerciendo una sobreprotección que ignora nuestras propias experiencias. En las “infancias viejas” (allá por los 70’s u 80’s) sufríamos raspaduras regularmente, muchos nos hemos fracturado cayendo de árboles o rodando por pendientes, cortado con botellas rotas o clavos oxidados. Muchos veíamos más la aguja de una vacuna antitetánica que la que nuestras madres usaban para tejer y sin embargo aquí estamos: sanos y salvos, llenos de experiencias y saludables (y agradables) memorias.

Louv destaca que no son las ciudades y la tecnología los únicos responsables del déficit de naturaleza; los padres forman parte de las causas. La inseguridad social creciente los obliga a remarcar más que nunca el “no hables con extraños” y limitan el esparcimiento de sus hijos a un área marcada y conocida, a moverse en automóvil y no salir mucho de casa.

En el libro “El último chico en el bosque” Louv sugiere que los niños que son expuestos a la naturaleza muestran mejoras intelectuales, espirituales y físicas en comparación a los que se mantienen encerrados. Las actividades en la naturaleza probaron disminuir el estrés, aguzar la concentración y promover resoluciones creativas a problemas. Louv y varios investigadores más consideran que ésta es una buena terapia para el síndrome de déficit de atención y otros males que afectan a los niños.

Louv va un poco más allá, sugiriendo que mientras aumentar la exposición de los niños a la naturaleza puede ayudarlos a centrarse, la existencia de desórdenes es evidencia de que dos generaciones de alienación pueden haber resultado en un daño considerable ya hecho a nuestros niños. Y es que el periodista no olvida destacar que, más allá de los pequeños, a los mayores también nos hace bien un poco de verde en nuestras vidas.

El libro de Louv cita evidencia de que los niños necesitan de la naturaleza para desarrollar sus sentidos de aprendizaje y creatividad. Estudios en Estados Unidos, Suecia, Australia y Canadá han demostrado que los chicos que juegan en escenarios naturales (con ríos, campos y árboles) son más propensos a crear sus propios juegos y mostrar mayor cooperación que aquellos que juegan en escenarios armados. Y es que en los ambientes controlados no hay verdadera experimentación ni riesgo. Aunque, precisamente, el riesgo es lo que los padres desean evitar, es lo que más nos enseña y estimula la creatividad a la hora de encontrar soluciones.

El déficit de naturaleza no es una enfermedad que requiera de pastillas o tratamientos inclementes. Por el contrario, puede solucionarse recuperando esa costumbre perdida que tan bien nos hizo cuando nosotros fuimos pequeños. Los chicos de ahora aprenden de naturaleza en sus libros y entienden más sobre la selva amazónica de lo que nosotros comprendíamos años atrás. Pero la falta de contacto con la naturaleza intelectualiza el aprendizaje y los vuelve desapegados. Y son ellos los que deberán luchar por preservarla de aquí a unos años. Es hora de volver a encarrilar nuestra unión con la naturaleza. Tanto la de nuestros niños como la propia.

Escrito por Matias Benítez

Especialista en juegos, películas y series.

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